Niños “buzos” viven entre la basura y olores nauseabundos

HAINA.- Los ojos expresivos en el rostro del niño se anegaban con el sudor que corría hasta su cuello, mientras sus cortas piernas se hundían entre montañas de basura, sin importarle que el humo formara cortinas e hiciera irrespirable la atmósfera a su alrededor.

Para él, con 8 años, los días son como los de los hombres: bajo un sol implacable desgranándose sobre su cuerpo, sumergido en el mar de desperdicios, hundiendo sus brazos curtidos y buscando un pedazo de hierro o de aluminio para luego venderlo y “picar¨ parte de los chelitos, que son su salario. Es un drama antiquísimo. Ya desteñido, pero latente.

William no está solo en su tarea de “bucear” en ese océano de inmundicias acentuadas con el humo de un incendio que nadie ha podido controlar desde hace más de dos semanas en el vertedero de Haina.

En su rutina de subsistencia diaria lo acompañan Anderson, de 12 años, y Esteban, de 11.

Viven en el barrio El Cacique, un rancherío improvisado por la desesperación de hombres y mujeres que, de igual forma, se buscan la vida recogiendo restos de artículos, restos de ropas y electrodomésticos, y todo lo que es depositado por los camiones cargados con los desechos de las industrias, comercios y viviendas.

William, con una mirada vivaz, dice a los periodistas: “Nosotro bucamo jierro, metal y aluminio y lo vendamo”.

El niño, el menor de los tres protagonistas de esta historia, es quien habla más abiertamente. Añade: “nosotro le vendemo a un hombre que se llama Maguí y él paga”.

Anderson, el mayor, dice que estudian en la escuela Juana Abreu de El Cacique y ayudan a sus padres con el dinerito que obtienen por trabajar durante horas, entre alimañas y riesgos de enfermedades jamás ponderadas ni por sus padres, ni por las autoridades.

Son alrededor de las 3:00 de la tarde y tres conductores se empeñan en cubrir el humo que parece surgir de un fuego subterráneo lanzando masas compactas de caliche.

William, Esteban y Anderson no son los únicos. Recolectan fragmentos de metales y los venden a precios entre RD$15 y RD$75 la libra.

“A vece nos va bien, otros día son flojo”, dice Esteban. Juan Ramírez, uno de los “buzos”, de 32 años, residente desde hace años en el barrio Magdalena, a pocos metros hacia el sur del vertedero, no se apena de la situación.

“Los niños trabajan para ayudar a sus madres. Muchos de ellos viven solos con la mamá. ¡Y mire, mi hermano, con el hambre y el trabajo que uno pasa, nadie puede estar sentado!”, añadió.

La situación de los niños, sometidos a un régimen informal pero permanente de trabajo, bajo el riesgo de enfermedades, en lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) consigna como las peores formas de trabajo, es vista aquí como una gripe o una infección en la piel.

Los niños que buscan objetos de valor en el vertedero forman parte del 24% de los menores de edad que en República Dominicana trabajan de una u otra forma, según los datos de la Facultad Latinomericana de Ciencias Sociales (Flacso).

Contaminación
Al margen de la situación de penuria y de la contaminación que significa el vertedero para las más de cuatro mil que laboran en la recolección de desperdicios, con los constantes incendios, unas veces originados por la combustión, el calor y las altas temperaturas que genera la propia descomposición de la basura y otras, de manera intencional, según voces anónimas, los que sobreviven de la “cacería marina” en sus jornadas de “buceo”, no quieren que les quiten el vertedero.

“Tú te imaginas. Eso nos obligaría a ‘abrir gas’ para otro sitio, a romper brazos para poder vivir o comer algo al mediodía”, advierte Ramírez.

Anderson, uno de los tres menores, en su timidez, dice que les va bien, aunque no quisiera enfermarse. “Si me enfermo no puedo vender jierro ni sacá ná y mientras má sacamos má cuarto no llevamo”.

En Haina, un municipio situado a algo más de 20 kilómetros al oeste de la capital, no existen los mecanismos para impedir que estos niños respiren, convivan y consuman, incluso, residuos de comidas que llegan al vertedero, debido a que a pesar de la cercanía con el Distrito Nacional, parece que viven a mil kilómetros de la civilización.

Aunque las cifras no son exactas y las que se han recopilado obedecen a publicaciones extranjeras, una investigación de la secretaría de Medio Ambiente del año 2004, reseñada en múltiples ocasiones, indicaba que las fábricas, las industrias y las empresas allí instaladas emiten 9.8 toneladas de formaldehído; 1,2 toneladas de plomo, para una población de más de 100,000 habitantes, de la cual, cifras conservadoras estiman que el 32% de sus miembros vive en la extrema pobreza.

William, Anderson y Esteban no han exhibido la primera muestra de tristeza, a pesar del drama que enfrentan. “Nosotro, lo tres llegamo a la casa depué de las siete de la noche.”, se expresa William, quien de paso aclara que Anderson es su hermano y Esteban amigo.

“Esos niños nunca han pisado una clínica, por lo menos no se enferman. Pero, como van las cosas y según lo que ustedes pueden ver, el día que se enfermen caerán muertos y nadie sabrá nada”, afirmó Juan Ramírez, quien ya ha visto casos de niños que padecen trastornos respiratorios, atribuidos a la contaminación en este vertedero ubicado a unos cien metros del cementerio del lugar.

LA BÚSQUEDA
Mientras uno de los tractores contratados por el ayuntamiento arrastra rastrojos de desperdicios, empuja residuos putrefactos y delimita el terreno, los niños continúan su búsqueda de restos de metales.

“Cuando utede llegaron tábano trabajando”, dice William, como reprendiendo al equipo de periodistas por quitarles parte de su tiempo productivo.

Muchos de los adultos que se derriten bajo el sol calcinante que se filtra en las entrañas del depósito de basura, maldicen a los niños y a los periodistas, “que nada más viven jodiendo y no ayudan a resolver ná”.

Llaman a los niños que explican su situación, advirtiendoles que si conversan con periodistas , lo único que hacen es “chivatearlos a ellos”.

Ingrid Ramírez Cuello, cuenta que tiene siete muchachos, con un machete cruzado al cinto, es de las mujeres cabeza de familia del lugar.

“¿Tú cree que esos muchachos van a coger algo si van a la escuela? Para ir a la escuela hay que tá bien papiao y aquí comen algo si llevan cuarto a la casa”, dice.

Plantea su testimonio de que la gente que por razones de “economía” habita allí,lo hace porque de lo contrario vivirían junto a las miles de familias que bordean los ríos Ozama e Isabela, en la capital dominicana.

“Necesitamos que eso niño puedan salir adelante, que puedan ir a la escuela es verdá, pero para eso tiene que haber alguien que se conduela, alguien que quiera ayudarnos”, afirmó.

William, Esteban y Anderson, aprovechan que el periodista seca el sudor de su frente y se marchan callados.

Fuente:Néstor Medrano

Deja un comentario